Por enésima vez el rey ha vuelto a
escenificar su salida del hospital. En esta ocasión, sin muletas, pero sentado
en el asiento delantero del coche desde donde saludaba sonriente. Y lo ha hecho
con la simpatía y la complicidad acostumbradas, incluso permitiéndose la ironía
de responder a los periodistas que se encontraba “muy mal, muy mal”. Así de
bromista se mostraba al mediodía de ayer, con el mejor humor que le caracteriza
cada vez que tiene que comparecer ante el enjambre de cámaras y micrófonos que,
como de costumbre, le aguardaba a la puerta de la clínica. Así es nuestro rey,
un galán de revista entrado en años al que, a pesar de las múltiples
operaciones, no se le ha agriado el carácter. Nada más lejos de la realidad.
Cuanto peor, nuestro rey, mejor. Ni que decir tiene que se trata de un hecho
sorprendente y admirable se mire por donde se mire. Tomarse la cosas así es
saber afrontar la vida tal y como viene. Sin dramatismos y con un buen sentido
del humor. Esa es su particular manera de mostrarse ante los españoles.
Tal vez sea por eso por lo que me he decidido
a escribirle una carta. Son muchas las cosas que compartimos, muchos los
sufrimientos que nos afligen y muchas las razones que nos han llevado a él y a
mí a pasar por el quirófano. A pesar de ser aparentemente tan diferentes, a los
dos nos une una misma pena y los dos hemos pasado últimamente por el “taller”
para solucionarla. Sí, tengo que confesarlo, a eso se le llama empatía. Al fin
y al cabo, he aquí el motivo que subyace en esta misiva dirigida al rey de un
reino que se desangra dentro y fuera de la sala de operaciones. La metáfora de
una hemorragia tan imparable como el recorte continuado de prestaciones
sociales y sanitarias que venimos padeciendo. Una suerte de recortes que, por
lo que se ve, no afectan al estado de salud de los miembros de la Casa Real
que, cuando tienen que operarse, pueden permitirse el lujo de recurrir a la
sanidad de unos pocos con el dinero de todos.
Querido rey,
Después de muchas idas y venidas, al final me he decidido a escribirle. Y
lo hago de esta guisa, con la pleitesía que le rindo y con la responsabilidad
que me invade conocer el delicado trance por el que está pasando. Y así,
vencida mi reticencia inicial, heme aquí delante de usted. Compungido y
apesadumbrado por el mal que de nuevo le ha llevado al taller. Después de
tantas operaciones a sus espaldas, he de decirle que lo está llevando con mucha
entereza y, ante todo, con un envidiable sentido del humor. La verdad, no
esperaba menos de usted, sabiendo como sé que es un rey echao pa’alante. No
sabría cómo agradecerle ese carácter tan próximo, afable y campechano del que
siempre ha hecho gala.
Tal vez por eso, y por la confianza que me da su naturalidad a la hora de
afrontar las situaciones difíciles, me he atrevido a escribirle esta carta. Y
lo hago porque, a pesar de que no nos conocemos, nos une el mismo sino. Bueno,
más que un sino, yo diría que un mal fario. Usted, por su pasión irrefrenable
por la caza y otros deportes de riesgo, y un servidor, porque sí, porque la
genética es así de caprichosa y me ha obsequiado con un tobillo maltrecho. De
tal suerte que los dos vivimos una pesadilla de la que aún no hemos conseguido
despertar.
Sí, majestad, usted y yo vivimos unidos por un mismo destino, por el
designio de un estado de salud que, tal como ocurre con los coches defectuosos,
siempre da con nuestros huesos en el taller. Sí, majestad, son muchas las
piezas de fábrica que tenemos para cambiar. Usted, la rodilla, la columna y
ahora la cadera, y un servidor, ora el tobillo ora la cadera y no sé cuántas
cosas más. Pero no, no quiero cansarle con mis achaques, quiero animarle para
que se recomponga cuanto antes y salga de ese nuevo taller en el que anda
metido.
Aunque usted lo disimule, aunque haga de tripas corazón, sé por lo que ha
pasado. La larga espera de los preparativos de la operación, el lento despertar de
la anestesia y la extensa lista de medicamentos que deberá tomar para combatir
el dolor y evitar el recrudecimiento de una infección como la que le ha llevado
de nuevo al quirófano. Como diría aquel, son gajes del oficio. Los
inconvenientes de reparaciones que como en su caso y en el mío siempre van
seguidos de un prolongado periodo de rehabilitación para engrasar las piezas de
nuestro estropeado motor y su nueva puesta a punto. Corrientes
electromagnéticas, láser, radar, ultrasonidos, magnetón y otros muchos palabros
de la jerga médica se convierten a partir de entonces en vocablos de uso común,
en remedios mágicos que nos hagan más soportable los rigores de una
recuperación dolorosa y casi siempre costosa.
Sí, majestad, se lo digo por experiencia propia. Después de meses y meses
de dura rehabilitación, yo aún no he conseguido que mi motor funcione como
debiera. Es lo típico, te dicen que la reparación será poca cosa, y al final la
cosa se complica. Eso es lo que me ha pasado a mí. Como quien dice entré en el
taller para cambiarme una tuerca y han acabado cambiándome el cigüeñal entero.
Es lo que tienen los coches, que entras en el taller por una cosa y acaba
saliendo otra que te hace subir el precio de la factura. Que si se trata de una
pieza y no de un fallo del motor, que si se debe a una mala conducción, que si
no está incluido dentro de la garantía. En total, a pagar tantos miles de
euros. Y si no, no sales del taller.
Yo no sé por cuánto le saldrá la broma, pero a mí me ha salido por un ojo
de la cara. Y es que al precio de las piezas hay que añadir las horas de
trabajo. Y, en mi caso, he de reconocerle que no me ha quedado más remedio que
recurrir a un establecimiento especializado, a un taller que, dada la
reparación que tenían que hacerme, requería de una tecnología y de unos
aparatos que no alcanzaba el taller de mi barrio. Y conste que ya me lo
advirtió mi mecánico de toda la vida. Vete con cuidado y mira donde te metes,
que te va a salir todo por la torta un pan.
Y vaya que tenía razón. Nunca me imaginaba que tan poco iba a costarme
tanto. Hasta el punto que no sé qué me duele más: o mi tobillo intervenido o mi
maltrecha economía. Y lo malo es que no me va quedar más remedio que
hipotecarme de nuevo para poder pagar el montante de una factura cuyos
números me imagino que deben ser tan desorbitados como los suyos. Aunque, a
decir verdad, igual a usted le han hecho un precio especial.
Es este un quebradero de cabeza que me anda torturando. Y eso que en mi
caso es la primera vez que me operan en un taller privado. Acostumbrado a
acudir a talleres de la Seguridad Social en los que no tenía que pagar nada, me
veo ahora con que tengo que hacer frente a una cantidad enorme para lo que es mi
nivel de vida. Hasta el punto de que me pregunto si, como el resto de
españoles, no debo estar viviendo por encima de mis posibilidades al tener que
recurrir a este tipo de servicios no reservados para los ciudadanos de a pie.
Pero ya le advierto que no lo he hecho por gusto, sino por necesidad. O
recurría al tratamiento que me ofrecía un taller autorizado como el de usted o
me quedaba sin poder caminar. Como ve, no me quedaba otra elección. El problema
es que ahora tengo que responder como cualquier hijo de vecino. Y, como usted
puede imaginarse, con mi sueldo no me llega.
Sí, majestad, es por esta razón por la que me encomiendo a vos, para que,
habituado a frecuentar estos talleres tan caros, me diga si es usted quien se
costea las intervenciones o lo hace con cargo a la Seguridad Social. En este
último supuesto, le pediría que me indicase cuáles serían los trámites que
debiera seguir o, en su defecto, si usted podría interceder por mi ante el
erario público para que me costease la reparación de mi tobillo.
En fin, sé que es ponerle en un aprieto, pero tengo que decirle que no me
queda otra. Nadie como usted puede saber por dónde estoy pasando, nadie como
usted puede entender el viacrucis de operaciones que he sufrido y nadie como
usted puede saber el coste que suponen.
Y se lo digo, porque siempre que le he visto me ha infundido confianza. La
confianza de quien cada 24 de diciembre entraba en mi casa a través de la gran
pantalla y me aseguraba, en el mensaje de Navidad retransmitido a todo el país,
que todos los españoles somos iguales y tenemos los mismos derechos.
Espero que no haya cambiado de opinión y tenga a bien aceptar mi solicitud
de amparo, o, de lo contrario, me sentiré muy defraudado, tanto como me sentí
hace ahora cuarenta años al descubrir el destino de mis cartas a los Reyes
Magos.
Buena estrella y feliz Navidad tenga usted y toda su familia.
Servidor de mí mismo