martes, 26 de noviembre de 2013

Carta a mi rey mago

Por enésima vez el rey ha vuelto a escenificar su salida del hospital. En esta ocasión, sin muletas, pero sentado en el asiento delantero del coche desde donde saludaba sonriente. Y lo ha hecho con la simpatía y la complicidad acostumbradas, incluso permitiéndose la ironía de responder a los periodistas que se encontraba “muy mal, muy mal”. Así de bromista se mostraba al mediodía de ayer, con el mejor humor que le caracteriza cada vez que tiene que comparecer ante el enjambre de cámaras y micrófonos que, como de costumbre, le aguardaba a la puerta de la clínica. Así es nuestro rey, un galán de revista entrado en años al que, a pesar de las múltiples operaciones, no se le ha agriado el carácter. Nada más lejos de la realidad. Cuanto peor, nuestro rey, mejor. Ni que decir tiene que se trata de un hecho sorprendente y admirable se mire por donde se mire. Tomarse la cosas así es saber afrontar la vida tal y como viene. Sin dramatismos y con un buen sentido del humor. Esa es su particular manera de mostrarse ante los españoles. 

Tal vez sea por eso por lo que me he decidido a escribirle una carta. Son muchas las cosas que compartimos, muchos los sufrimientos que nos afligen y muchas las razones que nos han llevado a él y a mí a pasar por el quirófano. A pesar de ser aparentemente tan diferentes, a los dos nos une una misma pena y los dos hemos pasado últimamente por el “taller” para solucionarla. Sí, tengo que confesarlo, a eso se le llama empatía. Al fin y al cabo, he aquí el motivo que subyace en esta misiva dirigida al rey de un reino que se desangra dentro y fuera de la sala de operaciones. La metáfora de una hemorragia tan imparable como el recorte continuado de prestaciones sociales y sanitarias que venimos padeciendo. Una suerte de recortes que, por lo que se ve, no afectan al estado de salud de los miembros de la Casa Real que, cuando tienen que operarse, pueden permitirse el lujo de recurrir a la sanidad de unos pocos con el dinero de todos.




Querido rey,

Después de muchas idas y venidas, al final me he decidido a escribirle. Y lo hago de esta guisa, con la pleitesía que le rindo y con la responsabilidad que me invade conocer el delicado trance por el que está pasando. Y así, vencida mi reticencia inicial, heme aquí delante de usted. Compungido y apesadumbrado por el mal que de nuevo le ha llevado al taller. Después de tantas operaciones a sus espaldas, he de decirle que lo está llevando con mucha entereza y, ante todo, con un envidiable sentido del humor. La verdad, no esperaba menos de usted, sabiendo como sé que es un rey echao pa’alante. No sabría cómo agradecerle ese carácter tan próximo, afable y campechano del que siempre ha hecho gala.

Tal vez por eso, y por la confianza que me da su naturalidad a la hora de afrontar las situaciones difíciles, me he atrevido a escribirle esta carta. Y lo hago porque, a pesar de que no nos conocemos, nos une el mismo sino. Bueno, más que un sino, yo diría que un mal fario. Usted, por su pasión irrefrenable por la caza y otros deportes de riesgo, y un servidor, porque sí, porque la genética es así de caprichosa y me ha obsequiado con un tobillo maltrecho. De tal suerte que los dos vivimos una pesadilla de la que aún no hemos conseguido despertar.

Sí, majestad, usted y yo vivimos unidos por un mismo destino, por el designio de un estado de salud que, tal como ocurre con los coches defectuosos, siempre da con nuestros huesos en el taller. Sí, majestad, son muchas las piezas de fábrica que tenemos para cambiar. Usted, la rodilla, la columna y ahora la cadera, y un servidor, ora el tobillo ora la cadera y no sé cuántas cosas más. Pero no, no quiero cansarle con mis achaques, quiero animarle para que se recomponga cuanto antes y salga de ese nuevo taller en el que anda metido.

Aunque usted lo disimule, aunque haga de tripas corazón, sé por lo que ha pasado. La larga espera de los preparativos de la operación, el lento despertar de la anestesia y la extensa lista de medicamentos que deberá tomar para combatir el dolor y evitar el recrudecimiento de una infección como la que le ha llevado de nuevo al quirófano. Como diría aquel, son gajes del oficio. Los inconvenientes de reparaciones que como en su caso y en el mío siempre van seguidos de un prolongado periodo de rehabilitación para engrasar las piezas de nuestro estropeado motor y su nueva puesta a punto. Corrientes electromagnéticas, láser, radar, ultrasonidos, magnetón y otros muchos palabros de la jerga médica se convierten a partir de entonces en vocablos de uso común, en remedios mágicos que nos hagan más soportable los rigores de una recuperación dolorosa y casi siempre costosa.

Sí, majestad, se lo digo por experiencia propia. Después de meses y meses de dura rehabilitación, yo aún no he conseguido que mi motor funcione como debiera. Es lo típico, te dicen que la reparación será poca cosa, y al final la cosa se complica. Eso es lo que me ha pasado a mí. Como quien dice entré en el taller para cambiarme una tuerca y han acabado cambiándome el cigüeñal entero. Es lo que tienen los coches, que entras en el taller por una cosa y acaba saliendo otra que te hace subir el precio de la factura. Que si se trata de una pieza y no de un fallo del motor, que si se debe a una mala conducción, que si no está incluido dentro de la garantía. En total, a pagar tantos miles de euros. Y si no, no sales del taller.

Yo no sé por cuánto le saldrá la broma, pero a mí me ha salido por un ojo de la cara. Y es que al precio de las piezas hay que añadir las horas de trabajo. Y, en mi caso, he de reconocerle que no me ha quedado más remedio que recurrir a un establecimiento especializado, a un taller que, dada la reparación que tenían que hacerme, requería de una tecnología y de unos aparatos que no alcanzaba el taller de mi barrio. Y conste que ya me lo advirtió mi mecánico de toda la vida. Vete con cuidado y mira donde te metes, que te va a salir todo por la torta un pan.

Y vaya que tenía razón. Nunca me imaginaba que tan poco iba a costarme tanto. Hasta el punto que no sé qué me duele más: o mi tobillo intervenido o mi maltrecha economía. Y lo malo es que no me va quedar más remedio que hipotecarme de nuevo para poder pagar el montante de una factura cuyos números me imagino que deben ser tan desorbitados como los suyos. Aunque, a decir verdad, igual a usted le han hecho un precio especial.

Es este un quebradero de cabeza que me anda torturando. Y eso que en mi caso es la primera vez que me operan en un taller privado. Acostumbrado a acudir a talleres de la Seguridad Social en los que no tenía que pagar nada, me veo ahora con que tengo que hacer frente a una cantidad enorme para lo que es mi nivel de vida. Hasta el punto de que me pregunto si, como el resto de españoles, no debo estar viviendo por encima de mis posibilidades al tener que recurrir a este tipo de servicios no reservados para los ciudadanos de a pie.

Pero ya le advierto que no lo he hecho por gusto, sino por necesidad. O recurría al tratamiento que me ofrecía un taller autorizado como el de usted o me quedaba sin poder caminar. Como ve, no me quedaba otra elección. El problema es que ahora tengo que responder como cualquier hijo de vecino. Y, como usted puede imaginarse, con mi sueldo no me llega.

Sí, majestad, es por esta razón por la que me encomiendo a vos, para que, habituado a frecuentar estos talleres tan caros, me diga si es usted quien se costea las intervenciones o lo hace con cargo a la Seguridad Social. En este último supuesto, le pediría que me indicase cuáles serían los trámites que debiera seguir o, en su defecto, si usted podría interceder por mi ante el erario público para que me costease la reparación de mi tobillo.

En fin, sé que es ponerle en un aprieto, pero tengo que decirle que no me queda otra. Nadie como usted puede saber por dónde estoy pasando, nadie como usted puede entender el viacrucis de operaciones que he sufrido y nadie como usted puede saber el coste que suponen.

Y se lo digo, porque siempre que le he visto me ha infundido confianza. La confianza de quien cada 24 de diciembre entraba en mi casa a través de la gran pantalla y me aseguraba, en el mensaje de Navidad retransmitido a todo el país, que todos los españoles somos iguales y tenemos los mismos derechos.

Espero que no haya cambiado de opinión y tenga a bien aceptar mi solicitud de amparo, o, de lo contrario, me sentiré muy defraudado, tanto como me sentí hace ahora cuarenta años al descubrir el destino de mis cartas a los Reyes Magos.

Buena estrella y feliz Navidad tenga usted y toda su familia.




Servidor de mí mismo

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